En
un mundo de tanta mezquindad, egoísmo, individualismo, envidia y
competencia desleal
encontrar
un ser humano que sonríe cuando ve sonreír a otros, que se emociona
al ver las manos llenas de los demás, que se da sin medida y su cara
se llena de satisfacción cuando hay abundancia para repartir al que
tiene menos, es un privilegio. Mas que eso es un regalo de vida.
Conocer
un ser humano que sus alegrías y satisfacciones están atadas al
compartir, al servicio, a la entrega de luchas para que otros, ganen,
crezcan y progresen, te da esperanza, te muestra la cara de ese dador
alegre que todos debemos ser.
Compartir
con un ser humano cuya alma desborda alegría, cuyos ojos brillan de
emoción y una sonrisa dibuja de oreja a oreja al sentir a otros como
familia y que ese compartir sea prioridad a cualquier otro evento o
actividad individual, nos invita a querer ser mejores y darnos de
igual manera.
Sensibilizarse
con el sonido del mar, con el cantar de un ave, con un árbol o una
flor, con el abrazo de un anciano o con la sonrisa en la cara de un
niño, así como asomar una lagrima al escuchar una canción a la
patria, o apretarse el corazón ante una injusticia o cuando se ve carencia en los demás, son sentimientos que definen en gran medida
la calidad de un ser humano. Si ese mismo ser humano convierte toda
esa sensibilidad en energía positiva, en servicio, en modelaje,
inyectando valores y siendo proactivo para que otros reciban, nos da
la oportunidad de descubrir en él, con toda probabilidad a ese ser
humano que Dios espera que todos seamos.
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